domingo, 15 de junio de 2008

Sanpaku

Novela. Simurg. 160 páginas.
Ilustración para esta edición de LANGER
Premio Fondo Nacional de las Artes 2001.
2º Premio Municipal de Buenos Aires a Novela Editada bienio 2002/3

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Capítulo I


“Retírate dentro de ti mismo,
sobre todo cuando necesites compañía"
Epicuro.


Un hombre robusto le dejó el paquete en las manos y cerró la puerta. Ahora había que desnudarse, ponerse la bata celeste y no tener miedo. ¿Qué podía pasar? Nada más que se cortara la luz y lo atacase un súbito deseo de arañarse y después lo dejaran por siempre olvidado dentro del aparato. Pero lo mejor era no hacer caso a las apreciaciones arbitrarias de mamá y pensar en nada. Revisar los dibujos que la humedad había grabado en las paredes. Un dinosaurio. La cara del ministro de economía. Ésos sí podían ser monstruos verdaderos.
Un instante después el grandote pasó a buscarlo y entonces Mario preguntó si debía quitarse el anillo de oro. El hombre no contestó. Gesticulando, lo hizo recostar sobre una bandeja de acrílico y dejó en su mano izquierda una manopla de goma de la que colgaba un cable. El cable se estiraba hasta perderse de vista. Sin duda el llamador había sido muy útil ahí adentro, donde el grandote lo metía deslizando la bandeja por los rieles hacia una boca redonda, no mucho más ancha que sus espaldas.
La camilla le sostuvo las piernas a una altura superior a la del tronco, de modo que pudo verse los pies sin levantar la cabeza. Unos segundos más tarde el terrible artefacto se convirtió en un dulce útero a medida, donde el aire y la luz fueron mejores de lo esperado. En esa posición la espalda no dolía.

Laura lo aguardaba en la sala de turnos de los consultorios externos. Una muchacha los acompañó por un breve pasillo y los hizo pasar a un cuarto inmaculadamente blanco, con olor a desinfectante.
—Siéntese en la camilla —dijo el doctor Solá, sin saludar.
De pie, levantando un brazo frente a la hilera de pantallas de acrílico, el médico observó las placas negras y se aclaró la garganta. Mario esperó balanceando los zapatos a cinco centímetros del piso.
—Hernia de disco —dijo Sóla frunciendo las cejas, con los ojos fijos en las láminas. El médico joven que tenía a dos metros asintió con la cabeza.
Mario levantó los hombros. La construcción "hernia de disco" le traía connotaciones técnicas o mecánicas, como si se estuviese hablando de un motor, o una máquina de tornería. Su columna, colgada a contraluz de una de las manos del médico, parecía un cangrejo lácteo que poco y nada tenía que ver con una espalda. Algo ajeno.
Ahora el doctor Solá frotaba las uñas de la mano derecha sobre una mancha en el bolsillo de la chaqueta que llevaba su nombre. Parecía cansado o aburrido.
—Hernia de disco —repitió mirándose el bolsillo—. Entre la cuarta y la quinta.
El médico joven sonrió benevolente. Laura, de pie al lado de la camilla, dobló por vigésima vez el abrigo sobre el brazo y movió la cabeza de arriba a abajo. Para Mario eran todos movimientos sensatos. Hacía tiempo que venía experimentando la sensación de estar roto e indefenso.
—Sabe qué se hace en estos casos —dijo Solá, levantando las cejas hacia la ventana, con un tono que no alcanzaba a convertir sus palabras en una pregunta.
Laura se tapó la boca. Mario sintió que le dolía el estómago. Esos aires admonitorios le eran familiares. Eran los mismos que usaba su madre para contar el caso del primo Adán que después de una operación se había quedado para toda la vida en una silla de ruedas.
Sin embargo Solá no le hablaba a él. Le hablaba a Laura.
—Es un asunto de 15 minutos. En dos días está caminando.
Laura suspiró y después dijo algo, y alguien contestó con una voz clara y grave que bien podría haber sido la de un actor de cine. Pero Mario apenas escuchaba esa conversación, perdido en el sonido de bocinas que llegaba de la calle.

—Te lo buscaste —dijo Laura revisándose el rouge en el espejito—. No caminás, no hacés ejercicio.
—No te quejes —dijo Mario apoyando todo el peso del cuerpo en el poste metálico—. Soy un marido de esos que siempre están en casa, a mano.
El colectivo tardaba en llegar y la calle era un infierno de tránsito y gritos. Mario cerró los ojos. Laura parecía hecha a medida para quejarse. Que él llevaba una vida dedicada a la contemplación y el aburrimiento. "Se te puede caer el techo encima", decía. En realidad él estaba como si eso hubiese sucedido. Además, según Laura, él se distraía pelando la cebolla, se dejaba ir en esa alteridad que, como capas de cebolla, tenían, para él, todas las cosas del mundo. ¿Qué iba a hacer? Cuando su mujer estaba enojada siempre hilaba fino.
—Vivís en un universo patafísico —dijo la voz de una Laura que parecía venir desde adentro de una lata.
Mario sonrió, aburrido. Se frotó los ojos. Laura tenía la "mala palabra" prohibida por mandato paterno. Mejor impropia que mala. Mamá y Papá jamás se habían insultado.
—Mejor decí en una nube de pedo, porque con patafísico me hacés un favor —dijo.
—Te digo que te dejás llevar por las ideas —replicó Laura, metiendo el espejito en la cartera.
Mario se rascó la cabeza, con la vista a lo lejos. Un hombre a punto de caerse de un colectivo. Un perro meándole las plantitas al florista. La sensación irreconciliable de que todo fue y será en vano, que se es un pescado o un cangrejo aplastado, a contraluz de la lástima definitiva del universo.
Se miró los pies. En el puesto de baratijas, un muchacho trataba de vender las mismas medias que él tenía puestas.
—¿Qué hacés? —dijo Laura—. ¿Me estás escuchando?
Mario levantó la cabeza. Tenía los pies húmedos.
—Sí —dijo—. Son horribles estas medias.
Laura se tiró el pelo hacia atrás, satisfecha. Los hilos de su argumentación iban a cerrar la trama de una sola puntada.
—No es extraño que tu cuerpo se haya convertido en algo en que te sentís a disgusto, como siempre te quejás, con esa cantinela de que el cuerpo es un traje como todos los trajes, aunque sean de Dior, y que aceptás por la simple fatalidad de estar dentro. "Atrapado". Tu cuerpo no es un esófago por acá y una rótula por allá. No es eso.
Mario levantó una mano. Ahora el vendedor discutía con la flaca que había comprado un par de guantes. Parecía un problema de vuelto. La mujer le mostraba unos billetes que tenía en la mano y el tipo negaba con la cabeza. Que se jodiera por vender porquería. Lo mejor era parar el colectivo lo más rápido posible y obviar a Laura y no decir que, en efecto, el mundo era complejo hasta la abstracción, y no una sábana. Pero el colectivo todavía estaba muy lejos.
—Te recuerdo que trabajo encorvado en una silla y no subido a las barras paralelas —dijo.
—No ayudás, no entendés y me preocupa esa relación "Mens sana, in corpore sano" —insistió Laura también levantando un brazo con un dedo extendido—. Y ya ves, me remito a la fría observación de los hechos.
El ómnibus se detuvo dando un bufido. “Un caso extraño", pensó Mario subiendo detrás de Laura. Una analista que abusaba de su sentido práctico. Pretender relacionar una hernia de disco con los asuntos de la cebolla y el traje perentorio era tirar al bulto.
—Freud y Jung con la cabeza. Solá y Spineda con el músculo —dijo siguiendo a Laura entre la gente.
—¿Qué Spineda? —dijo Laura.
—Spineda. El del fluido, ese verde para caballos.
Una mujer dio vuelta la cabeza. Laura se encogió de hombros.
—Estás viejo —dijo—. Operate y listo.
Mario miraba por la ventanilla, perdido en el borrón que en el movimiento se convertían los árboles, los edificios, la gente. Como si fuera fácil. El mismo era una cebolla. La foto de un cangrejo muerto.
—No quiero —dijo.
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